domingo, 20 de julio de 2008

Esa vieja costumbre de sentir

Esa vieja costumbre de sentir

En las viejas décadas de este siglo revuelto han ocurrido relevantes hallazgos, mutaciones, rupturas, vaivenes. Cualquier interesado en el tema podría ser la lista; yo también, pero no quiero cansar al lector con una nómina de señales que la prensa exhibe diariamente en sus titulares. Sin embargo, se han producido otras alteraciones, menos espectaculares, ya no entre poder y poder, o entre invasor e invadido, sino entre prójimo y prójimo. Como extraña derivación de tales reajustes, los sentimientos están pasando a la clandestinidad. La violencia como abrumadora propuesta de los medios audiovisuales; la desaforada obsesión del consumismo y la inescrupulosa persecución del sacrosanto status; el fundamentalismo del confort; la plaga universal de la corrupción; la represión ilegal, y la otra, la autorizada; la antigua brecha, hoy convertida en profundo abismo, entre acaudalados y menesterosos; todo ello conforma un azote colectivo que castiga las emociones, cuando nos las expulsa, las exilia. Acorralados y escarnecidos, los sentimientos pasan a la clandestinidad. A veces hay que esconderse para ejercer o recibir la solidaridad.
Por otra parte, el virus antisentimental se ha trasmitido a las artes y las letras. En más de un país pueden detectarse posturas de cierta crítica que no soporta la aparición o exteriorización del sentimiento. Poseedores de un recién incorporado scanner llamado Kundera, lo deslizan por los altozanos y planicies de cada nuevo libro o nueva canción o nuevo drama, y cuando tropiezan con algún sentimiento rezagado o que aun no ha pasado la clandestinidad, se atropellan y no dan abasto para etiquetarlo como kitsch, palabra importada del alemán que significa cursi, vulgar, chabacano, del mal gusto, y otras linduras. A veces uno tiene la impresión de que alguno resonadores culturales solo están preparados para buscar y detectar lo kitsch (les parece demasiado vulgar decir vulgar). No es que no estén capacitados para sentir, pero quizá se lo oculten a sí mismo para no morirse de vergüenza. Curiosamente, estos fanáticos de Bukowski, sus borracheras, sus eructos en televisión y su sexo explícito, suelen ignorar olímpicamente a Henry Miller, quien también se emborrachaba y fornicaba explícitamente, pero lograba meter todo eso en un clima de poesía, casi de misticismo, y así elevaba su realismo sucio avant-la-lettre a la categoría de arte universal. En este hoy agobiante, la agresión al sentimiento comienza desde la infancia. Hace sesenta o setenta años, y antes aún, los niños leían Verne, a Salgari, los mas precoses a Dumas, pero también se entusiasmaban con un libro mucho más ingenuo, Cuore (Corazón) del italiano Edmundo de Amicis (1846-1908), a quien Benedetto Croce calificó de “non artista puro, ma scrittore moralista”. Es posible que ahora reseco por mezquindades y laceraciones varias, juzgaremos aquella obra como sensiblera, pero lo cierto es que en las infancias de varias generaciones cumplió una función no despreciable: enseñó a sentir.

Mario Benedetti (1992)

martes, 8 de julio de 2008

Parte de un cadáver exquisito...

Busco mi piedra filosofal en los 7 locos,
en el mar,
en el cadáver exquisito,
en no tener piedad,
en la quinta escencia de la música,
dentro mío en el amor.

Parte de la cancíon "Cadáver exquisito"- Fito Páez.
Fabiana Karuzski